lunes, 20 de agosto de 2007

Cuentos de amor , locura y muerte.















El SOLITARIO

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera
tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba
negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen
callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los
veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa
al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún– carecía
completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero
trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una
lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista
tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba
también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya
–¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos y
puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las
tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce.
Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para ella– caía
más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja,
deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer
escucharlo.
–Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su
banco.

Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla.
¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus
veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se
detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
–¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
–No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato.
–¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la
última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía
luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
–Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
–Desde el martes –mirábala él con descolorida ternura–; mientras dormías,
de noche...
–¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía
el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la
alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
–¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su
mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a
decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a
la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la
falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajones
de nuevo.
–¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
–Sí, lo he visto.
–¿Dónde está? –se volvió él extrañado.
–¡Aquí!

Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor
puesto.
–Te queda muy bien –dijo Kassim al rato–. Guardémoslo.
María se rió.
–¡Oh, no! Es mío.
–¿Broma?...
–¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...!
Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
–Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
–¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la
cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba
sentada en el lecho.
–¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
–No mires así... Has sido imprudente, nada más.
–¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de
halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
admirable que hubiera pasado por sus manos.
–Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero
Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
–Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve o diez mil pesos.
–Un anillo... –murmuró María al fin.
–No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces
por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

–Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un trabajo
urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
–¡María, te pueden ver!
–¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada
a su mujer.
–Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
–No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le
temblaban hasta dar lástima.
Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de
nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.
–¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
–María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
–¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has
robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo!
¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a la
garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho,
alcanzando a cogerlo de un botín.
–¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim
miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
–Estás enferma, María. Después hablaremos...
Acuéstate.
–¡Mi brillante!
–Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
–¡Dámelo!
La crisis de nervios retornó.

Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo.
María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al
final de la cena su mujer lo miró de frente.
–Es mentira, Kassim –le dijo.
–¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
–¡Te juro que es mentira! –insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a
proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la
vista.
–Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea por
aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
–¡Dámelo!
–Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose. Pero su
mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el
brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al
dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura
helada de su pecho y su camisón.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y
con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de
piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y
perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados.
Los dedos se arquearon, y nada más.

La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante
desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin
perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.


LA MUERTE DE ISOLDA
Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese
día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la
sala, y detuve enseguida los ojos en un palco bajo.
Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su
mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera.
Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el
rostro –aun bien hermoso–, reside en la perfecta solidaridad de mirada, boca,
cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres,
sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no
entenderán nunca las mujeres.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque
cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no
recurre al arbitrio femenino de los anteojos.
Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas
se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando
por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente
apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo
minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.
Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido,
el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese
instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un
momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre
feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de
barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba
inequívoca voluntad.
–Se conocen –me dije– y no poco.

En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a
apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada
atrás y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se miraron
fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a
alma que los mantenía inmóviles.
Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de
concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había
retirado.
–Final de idilio –me dije melancólicamente.
El no volvió más, y el palco quedó vacío.
...
–Sí, se repiten –sacudió largo rato la cabeza–. Todas las situaciones
dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y se repiten. Es menester
vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán también, lo que no obsta
para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma
humana... Yo quiero tanto como usted a esa obra, y acaso más... No me refiero,
querrá creer, al drama de Tristán, y con él las treinta y seis situaciones del dogma,
fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una
pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra
cosa... Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones... Sí, ya sé que se
acuerda... No nos conocíamos con usted entonces... ¡Y... precisamente a usted
debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz...
¡Feliz!...
Óigame. El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo más...
Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones: Primero,
porque usted tiene un parecido pasmoso con lo que era yo entonces –en lo bueno
únicamente, por suerte–. Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es
perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a oír. Óigame:
La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su novio hice
cuanto estuvo en mí para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a

mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se
enfrió.
Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la
dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era
inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un
extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi persona era
interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren
necesario, y me lo dio a entender claramente.
Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga suya,
mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del téte–a–téte
a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt,
manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se exasperó.
Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés.
Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento
de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de
felicidad cada vez que me veía llegar.
La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría
cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una
esfera mucho más alta.
Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo.
Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
–¿Qué tienes? –me dijo.
–Nada –le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó
hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó
los ojos contraídos y entramos en la sala.
La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y
desapareció.
Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano
de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

–¡Es evidente!... –murmuró.
–¿Qué? –le pregunté fríamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se
demudó:
–¡Que ya no me quieres! –articuló en una desesperada y lenta oscilación de
cabeza.
–Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo –respondí.
No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la
mano con el cigarro, su voz se rompió:
–¡Esteban!
–¿Qué? –torné a repetir.
Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el sofá,
manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara
caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.
Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud –no veía en ella más que
injusticia– acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o
más bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violento
chasquido de lengua.
–Yo creía que no íbamos a tener más escenas –le dije paseándome.
No me respondió, y agregué:
–Pero que sea ésta la última.
Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento
después:
–Como quieras.
Pero enseguida cayó sollozando sobre el sofá:
–¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
–¡Nada! –le respondí–. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que
estamos en el mismo caso ¡Estoy harto de estas cosas!
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

–Como quieras.
Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el
vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder.
–Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera
infamia: y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
–¡Es claro! –apoyé brutalmente–. Porque de mí no has tenido queja ¿no? ...
¿no?
Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.
Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar
mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la
sala.
Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que
acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó
como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las
mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto
más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el
Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin:
ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego, la inmensa
sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya
primera sonrisa tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que
pueda inundar un corazón de hombre.
¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que
acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía más.
Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno haya
sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de
poseer a quien nos ama entrañablemente.
Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi echada sobre el
sofá, sollozando el alma entera entre sus brazos.
¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,
sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.
–¡Inés! –dije.
Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió,
en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor –¡esa vez,
sí, inmenso amor!
–No, no... –me respondió–. ¡Es demasiado tarde!
...
Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que
la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria
aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...
–Me creerá –reanudó Padilla– si le digo que en mis insomnios de soltero
descontento de sí mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos
Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho
años, y supe entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo.
Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.
No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el
encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después
amó cien veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo
lo hice, comprenderá toda la pureza que hay en mi recuerdo.
Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro...
Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado
en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de
mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la
desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos
diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada –única entre todas las mujeres–,
habían sido mías, bien mías, porque me había sido entregada con adoración.
También apreciará usted esto algún día.
Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de
concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de
Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería
olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también
sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto

su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis ojos, y durante ese tiempo ella
concentró en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacía diez años. ¡Y
Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad
yerta!
Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé
por el pasillo aproximándome a ella sin verla, sin que me viera, como si durante
diez años no hubiera yo sido un miserable...
Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la
mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como
diez años antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco,
sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez
años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no Inés mía!
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la
llamé:
–¡Inés!
Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me
respondió bajo sus brazos:
–No, no... ¡Es demasiado tarde!....


LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini–Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos
en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus
ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi
siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el
día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor
de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es
peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
la causa del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo;
había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.
–¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
–A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
–¡Sí!... ¡sí!... –asentía Mazzini.– Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que...?
–En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,
el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso
de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetian, y al día
siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y
toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
73
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre
el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo
obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el
largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba,
en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos,
echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto
había la insidia, la atmósfera se cargaba.
–Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba
las manos– que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
–Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte por el estado de
tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
–De nuestros hijos, ¿me parece?
–Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
–¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
74
–¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... –murmuró.
–¿Qué, no faltaba más?
– ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de un momento con
insultarla.
– ¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos.
–Como quieras; pero si quieres decir...
–¡Berta!
–¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como
algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor
grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no
quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el
primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a
humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito;
ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor
la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
75
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al
cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo
algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la
eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
–¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...
–Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
–¡No, no te creo tanto!
–Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
–¡Qué! ¿qué dijiste?...
–¡Nada!
–¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
–¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados.– ¡Al fin, víbora, has dicho lo
que querías!
–¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos
son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
–¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión

había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes
que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación Regó, tanto
más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno
se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a
los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación. Rojo... rojo...
–¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e
hija, más irritado era su humor más irritable era su humor con los monstruos.
–¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias,
sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a
casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol
había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando
los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie
del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón
de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el
pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse
cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron
miedo.
–¡Soltáme! ¡dejáme! –gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
–¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! –lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
–Mamá, ¡ay! Ma... –No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
–Me parece que te llama –le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó
en el patio:
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente
a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la
cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter
duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán,
mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses –se habían casado en abril–, vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
–La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura
del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol –producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluído, no
obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde
pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y
otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la
cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve
caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
–No sé– le dijo a Jordán en la puerta de calle–.Tiene una gran debilidad que
no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una
anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba
con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el
menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.
La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a
mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió
la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
–¡Jordán! ¡Jordán!–clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de
horror.
–¡Soy yo, Alicia, Soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas
la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.

En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y
siguieron al comedor.
–Pst... – se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera –. Es un
caso inexplicable... Poco hay que hacer...
–¡Sólo eso me faltaba!– resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de
sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama
con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama,
ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban
ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En
el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de
la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama,
sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre
la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le
erizaban.
–¿Qué hay? –murmuró con la voz ronca.
–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán corto funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horro con toda la boca abierta,
levándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo: pero desde que la
joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir
en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

LOS PESCADORES DE VIGAS
El motivo fue ciertos muebles de comedor que míster Hall no tenía aún, y su
fonógrafo le sirvió de anzuelo.
Candiyú lo vio en la oficina provisoria de la «Yerba Company», donde míster
Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.
Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose
con detener su caballo un poco al través ante el chorro de luz, y mirar a otra parte.
Pero como un inglés a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor y
con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier
mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y
conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral
apoyó el codo.
–Buenas noches, patrón. ¡Linda música!
–Sí, linda –repuso míster Hall.
–¡Linda! –repitió el otro– ¡Cuánto ruido!
–Sí, mucho ruido –asintió míster Hall, que hallaba sin duda oportunas las
observaciones de su visitante.
Candiyú proseguía entre tanto:
–¿Te costó mucho a usted, patrón?
–Costó... ¿Qué?
–Ese hablero... Los mozos que cantan.
La mirada turbia e inexpresiva de míster Hall se aclaró. El contador comercial
surgía.
–¡Oh, cuesta mucho...! ¿Usted quiere comprar?
–Si usted querés venderme... –contestó por decir algo Candiyú, convencido
de antemano de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía
mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de
marchas metálicas.
–Vendo barato a usted... ¡Cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista,
alternativamente:
–¡Mucha plata! No tengo.
–¿Usted qué tiene, entonces?
El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.
–¿Dónde usted vive? –prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a
desprenderse de su gramófono.
–En el puerto.
–¡Ah! Yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú?
–Me llama...
–¿Y usted pesca vigas?
–A veces; alguna viguita sin dueño...
–¡Vendo por vigas...! Tres vigas aserradas. Yo mando carreta. ¿Conviene?
Candiyú se reía.
–No tengo ahora. Y esa... maquinaria, ¿tiene mucha delicadeza?
–No; botón acá, y botón allá... Yo enseño. ¿Cuándo tiene madera?
–Alguna creciente... Ahora ha de venir una. ¿Y qué palo querés usted?
–Palo rosa. ¿Conviene?
–¡Hum...! No baja ese palo casi nunca... Mediante una creciente grande,
solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.
–Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?
El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el indígena esquivando la
vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño círculo de la precisión. En el
fondo, y descontados el calor y el whisky, el ciudadano inglés no hacía un mal
negocio, cambiando un perro gramófono por varias docenas de bellas tablas,
mientras el pescador de vigas, a su vez, entregaba algunos días de habitual
trabajo a cuenta de una maquinita prodigiosamente ruidera.
Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de plazo.
Candiyú vive todavía en la costa del Paraná, desde hace treinta años; y si su
hígado es aún capaz de eliminar cualquier cosa después del último ataque de la
fiebre en diciembre pasado, debe vivir aún unos meses más. Pasa ahora los días
sentado en su catre de varas, con el sombrero puesto. Sólo sus manos, lívidas
zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como
proyectadas en primer término de una fotografía, se mueven monótonamente sin
cesar, con temblor de loro implume.
Pero en aquel tiempo, Candiyú era otra cosa. Tenía En entonces por oficio
honorable el cuidado de un bananal ajeno, y, poco menos lícito, el de pescar
vigas. Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan vigas escapadas
de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada en formación, bien que un
peón bromista corte de un machetazo la soga que las retiene. Candiyú era
poseedor de un anteojo telescopado, y pasaba las mañanas apuntando al agua,
hasta que la línea blanquecina de una viga, destacándose en la punta de
Itacurubí, lo lanzaba en su canoa al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo,
la empresa no es extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado
o halando de una pieza de diez por cuarenta, vale cualquier remolcador.
...
Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto Felicidad, las lluvias
habían comenzado después de sesenta y cinco días de seca absoluta que no dejó
llanta en las alzaprimas. El haber realizable del obraje consistía en ese momento
en siete mil vigas –bastante más que una fortuna–. Pero como las dos toneladas
de una viga, mientras no estén en el puerto, no pesan dos escrúpulos en caja,
Castelhum y Cía. distaban muchísimas leguas de estar contentos.
De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el encargado
del obraje pidió mulas y alzaprimas para movilizar; le respondieron que con el
dinero de la primera jangada a recibir, le remitirían las mulas; y el encargado
contestó que con esas mulas anticipadas, les mandaría la primera jangada.
No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el obraje y vio el stock
de madera en el campamento, sobre la barranca del Ñacanguazú.
–¿Cuánto? –preguntó Castelhum a su encargado.
–Treinticinco mil pesos –repuso éste.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la estación
impropia.
Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa de goma y su caballo,
Castelhum consideró largo rato el arroyo arremolinado. Señalando luego el
torrente con un movimiento del capuchón:
–¿Las aguas llegarán a cubrir el salto? –preguntó a su compañero.
–Si llueve mucho, sí.
–Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.
–Bien –dijo Castelhum–. Creo que vamos a salir bien. Óigame, Fernández:
Esta misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience a arrimar todas las
vigas, aquí a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo. Mañana de mañana
bajo a Posadas, y desde entonces, con el primer temporal que venga, eche los
palos al arroyo. ¿Entiende? Una buena lluvia.
El mayordomo lo miró abriendo los ojos.
–La maroma va a ceder antes que lleguen mil vigas.
–Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos pesos. Volvamos y
hablaremos más largo.
Fernández se encogió de hombros, y silbó a los capataces.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma de agua, los peones
tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo la cadena de vigas, y el
tumbaje de palos comenzó en el campamento. Castelhum bajó a Posadas sobre
un agua de inundación que iba corriendo siete millas, y que al salir del Guayrá se
había alzado siete metros la noche anterior.
Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comenzó el diluvio, y durante
cincuenta y dos horas consecutivas el monte tronó de agua. El arroyo, venido a
torrente, pasó a rugiente avalancha de agua roja. Los peones, calados hasta los
huesos, con su flacura en relieve por la ropa pegada al cuerpo, despeñaban las
vigas por la barranca. Cada esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y
cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en
el agua, todos los peones lanzaban su ¡a... hijú! de triunfo.
Y luego, los esfuerzos malgastados en el barro líquido, la zafadura de las
palancas, las costaladas bajo la lluvia torrencial. Y la fiebre.
Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito silencio circunstante, se
oyó el tronar de la lluvia todavía sobre el bosque inmediato. Más sordo y más
hondo, el retumbo del Ñacanguazú. Algunas gotas, distanciadas y livianas, caían
aún del cielo exhausto. Pero el tiempo proseguía cargado, sin el más ligero soplo.
Se respiraba agua, y apenas los peones hubieron descansado un par de horas, la
lluvia recomenzó –la lluvia a plomo, maciza y blanca de las crecidas. El trabajo
urgía –los sueldos habían subido valientemente–, y mientras el temporal siguió,
los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua helada.
En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo a los primeros palos
que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchos más; hasta que al empuje
incontenible de las vigas que llegaban como catapultas contra la maroma, el cable
cedió.
...
Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente
actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día anterior –
llevándose, por lo demás, su chalana–, sería más allá de Posadas formidable
inundación. Las maderas habían comenzado a descender, cedros o poco menos,
y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo la
sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera tropa de
vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de lomo blanquecino, y
perfectamente seca.
Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al encuentro de la caza.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas
antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego, arrancados de
cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas muertas, en
compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha
plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un
raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción –sin contar, claro
está, las víboras.

Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las
necesarias hasta llegar a su presa. Al fin la tuvo; un machetazo puso al vivo la
veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con ella
oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles, pasaban sin cesar
arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó entonces la lucha
muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.
Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso suficientemente
grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú
unía a su gran aliento treinta años de piraterías en río bajo o alto, y deseaba,
además, ser dueño de un gramófono.
La noche que caía ya le deparó incidentes a su plena satisfacción. El río, a
flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A ambos lados
pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre ahogado tropezó con
la guabiroba; Candiyú se inclinó, y vio que tenía la garganta abierta. Luego
visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en las crecidas trepan por
las ruedas de los vapores hasta los camarotes.
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el agua, pero el remero
era arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo de abordaje, y
sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal, que rozaba los
canteles del Teyucuaré. Durante diez minutos el pescador de vigas, los tendones
del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer
nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga a remolque. La
guabiroba alcanzó por fin las piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú
quedaba la fuerza suficiente –y nada más– para sujetar la soga y desplomarse de
espaldas.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas, y
veinte segundos después entregaba a Candiyú el gramófono, incluso veinte
discos.

La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor que
lanzó contra las vigas –y esto por bastante más de treinta días– perdió muchas. Y
si alguna vez Castelhum llega a San Ignacio y visita a míster Hall, admirará
sinceramente los muebles del citado contador, hechos de palo rosa.

NUESTRO PRIMER CIGARRO
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí,
nuestra tía con su muerte.
Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche,
cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá:
–¡Qué extraño...! Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un
rato contestó:
–Es cierto... ¿No sientes nada?
–No... Sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación
en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de
exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie
hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas
tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa.
¡Esta vez nuestra tía –¡casualmente nuestra tía!– enferma de viruela! Yo, chico
feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con
un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el
gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer
chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad
con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos
atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos
hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de
mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus
hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en
furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía
mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos

blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto
de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su
tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones,
arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de
nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las higueras,
demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba
nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos
trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y que
desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin
embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos
esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto
tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se
enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética privó siempre en nuestras
empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia,
llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a la par que
científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el cañaveral.
Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano
enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas oblicuas, varas
atravesadas, varas dobladas hacia tierra.
Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el
aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi hermana en la
sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad,
gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa,
inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos
hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había
venido con Lucía de Buenos Aires.

Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido
sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de
carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
–Te aseguro –decía él a mamá, señalándonos con el mentón– que desearía
vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
–¡Déjalos! –respondía mamá, cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y
aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el
artefacto.
Este artefacto consistía en un pipa que yo había fabricado con un trozo de
caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de
un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y
firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro, y sentándonos entonces
con las rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los
ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa más
abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
–¿Rico? –me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
–Rico –le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté
a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta,
rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío.
–Es rico –dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó
heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel
infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho
alabarle la nauseabunda fogata.
–¡Psht! –dije bruscamente, prestando oído–. Me parece el gargantilla del otro
día... Debe de tener nido aquí...

María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos
escudriñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito,
pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi
invención, para retirarnos prudentemente del tabaco sin que nuestro orgullo
sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto
resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos levantado ya
la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos
quejamos a mamá.
–¡Bah!, no hagan caso –nos respondió mamá, sin oírnos casi–. Él es así.
–¡Es que nos va a pegar un día! –gimoteó María.
–Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? –añadió dirigiéndose
a mí.
–Nada, mamá... ¡Pero yo no quiero que me toque! –objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
–¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este
hijo, ya verás!
–Se quejan de que quieres pegarles.
–¿Yo? –exclamó el padrastrillo midiéndome–. No lo he pensado aún. Pero en
cuanto me faltes al respeto...
–Y harás bien –asintió mamá.
–¡Yo no quiero que me toque! –repetí enfurruñado y rojo–. ¡El no es papá!
–Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme tranquila! –
concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
–¡Nadie me va a pegar a mí’ –asenté.
–¡No... Ni a mí tampoco! –apoyó ella, por la cuenta que le iba.
–¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con
furibunda risa y marcha triunfal:

–¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su
mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro
Pateador, pero ya epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que
rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso
tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara
excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en
su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta
de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento
para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto,
encontrando a mamá en el comedor.
–¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a
acordar de mí!
–¡Alfonso!
–¿Qué? ¡No faltaba más que tú también...! ¡Si no sabes educar a tus hijos,
yo lo voy a hacer!
Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi
hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la
segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me
vio entonces y se lanzó sobre mí.
–¡Yo no hice nada! –grité.
–¡Espérate! –rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
–¡Alfonso, déjalo!
–¡Después te lo dejaré!
–¡Yo no quiero que me toque!
–¡Vamos, Alfonso! Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y
sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de
alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta
abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los
naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su
piedra, surgió terriblemente nítida.
–¡No quiero que me toque! –grité aún.
–¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
–¡Me voy a tirar al pozo! –aullé para que mamá me oyera.
–¡Yo soy el que te va a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un
empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado,
hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el
fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos
dilatados, y se aproximó al pozo.
Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces
pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus alrededores,
comenzó a buscarme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso
cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres,
conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona
cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable
olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de
mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en
consecuencia.
Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando
entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
111
claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para
evitar que él me pegara?
Pasaron diez minutos.
–¡Alfonso! –sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
–¿Mercedes? –respondió aquél tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
–¿Y Eduardo? ¿Dónde está? –agregó avanzando.
–¡Aquí, conmigo! –contestó riendo–. Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él
pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.
–¿No le pegaste, no? –insistió aún mamá.
–No. ¡Si fue una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el
padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio, y
Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh!
ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
–¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme con
vida aún...? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe...
Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes...
–¡Pobre, pobre madre! –repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal,
no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor,
sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar
allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de
venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia
con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una
catástrofe.
–¡Eduardo, mi hijo! –clamó arrancándose de las manos de su hermana que
pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
–¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
–¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo.
Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su
hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un
espantoso alarido.
–¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo
has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo
la desesperación de mamá, puesto que yo –motivo de aquella– estaba en verdad
vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera
de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener
cuando me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
–¡Hum...! ¡Pegarme! –rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome
entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa
bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi seriedad a
agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar
infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y
sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo,
la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la
boquilla.
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral
se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o
tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes,
mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente
las últimas bocanadas de humo.
...

Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo
horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por
lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
–¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor
que me has causado!
–¡Pero, vamos! –decíale mi tía mayor–. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya ves
que no tiene nada!
–¡Ah! –repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso
suspiro–. ¡Sí, ya pasó...! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho
nada? ¡Ese pozo, Dios mío...!
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento,
tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor calma la solución
verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de
tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada y
profundamente.
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
–¿Qué merecerías que te hiciera? –me dijo con sibilante rencor–. ¡Lo que es
mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago
continuaba todavía adherido a la garganta.
Sin embargo, le respondí:
–¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan
acaso desesperado valor?
Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme
fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco
caída.
–Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio –murmuró.
–Creo lo mismo –le respondí.
Y me dormí.


LA INSOLACIÓN
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos,
la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus
alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del
pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por
tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en
abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo
plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la
certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de
aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues
aun no había moscas.
Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
–La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
distraído. Después de un rato dijo:
–En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando
por costumbre las cosas.
Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte
había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo
sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El
día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió
extensamente el dedo enfermo.
–No podía caminar –exclamó, en conclusión.
–Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
–Hay muchos piques.
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
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Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo
rato:
–Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al
aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol
oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a
poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno
preferido; Prince, cuyo labio superior partido por un coatí, dejaba ver los dientes; e
Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox–terriers, tendidos y beatos de
bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
rancho de dos pisos –el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y
baranda de chalet–, habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera.
Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho
y miró e1 sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su
solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen
el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de
nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la
sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con
catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en
un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones
fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa
mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego,
pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos
del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones
los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un
algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el
aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de
horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el
flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban
a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo,
pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.
Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones
sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el
rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
–Es el patrón –dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
–No, no es él –replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los
ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo,
fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
–No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
–¿Es el patrón muerto? –preguntó ansiosamente.
Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en
actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
–Al oír ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se
doblaron de nuevo.
Los fox–terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se
adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de
sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
–¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo? –preguntó.
–Porque no era él –le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,
estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y
alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la
noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto
míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche oyeron sus pasos,
luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros,
entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa
dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos
y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de
Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo
podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz
de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos –bien alimentados y
acariciados por el dueño que iban a perder–, continuaban llorando a lo alto su
doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las
unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin
embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas
no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con
ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había
notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,
recomendándole cuidara del caballo, un buen animal pero asoleado. Alzó la
cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que galopara ni un momento.
Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un
segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba
brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio
deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que
adormecía los ojos parpadeantes de los fox–terriers.
–No ha aparecido más –dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación,
el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose
con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
–No vino más –agregó Isondú.
–Había una lagartija bajo el raigón –recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio
incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la
vista, y saltó de golpe.
–¡Viene otra vez! –gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los
perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte que se
acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre
el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en
dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó: no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la
carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su
orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida
su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló
agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía
de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus
jesuíticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se
había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en
consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster
Jones que le gritaba, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba
cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y
salió él mismo en busca del utensilio.
Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal
humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer
algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño
contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo
más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego,
evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó
al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha
crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego.
Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques
macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora.
Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y
polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres
vahos de nitratos.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto
bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin
cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo
descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire
faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite
de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas.
Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia
arriba. Se marcaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de
una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado
media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en nuevo
vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A
veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban
precipitando su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol. Al fin, como la
casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de
la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El
cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón y confrontó.
–¡La Muerte, la Muerte! –aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que míster
Jones atravesaba el alambrado y, por un instante creyeron que se iba a equivocar;
pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y
marchó adelante.
– ¡Qué no camine ligero el patrón! –exclamó Prince.
–¡Va a tropezar con él! –aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia
errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros
comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba
caminando a igual paso, como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro
llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un
segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y
se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue inútil
toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá
desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo,
volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en
adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar
espigas de maíz en las chacras ajenas.

jueves, 16 de agosto de 2007

Juan Salvador Gaviota (Richard Bach)






Juan Salvador Gaviota (Richard Bach)
Primera Parte
Capitulo I
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la
Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida.
Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más...Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura, experimentando.No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más.-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres más que hueso y plumas!-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es comer.Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dió resultado.Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos volo a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.Empapado, pensó al fin que la clave debia ser mantener las alas quietas a alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las alas quietas.Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas!Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en que cambió el angulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Capitulo II
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de la Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. Si estuviese destinado a a
prender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de ser como soy: una pobre y limitada gaviota.La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una gaviota normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo que habia aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo.-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con todo lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y volaré como tal.Asi es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza luchando por llegar a la orilla.Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la playa.¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno...¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de buho! ¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrias las alas cortas de un halcón!Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar sólo con los extremos! ¡Alas cortas!Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en picado vertical.El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna.Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas.Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas, extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza.Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de una cometa.No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.Una colisión sería la muerte instantánea.Asi es que cerró los ojos.Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Capitulo III
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad maxima! ¡Una gaviota a trescientos viente kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva epoca se abrió para Juan Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria área de practicas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dió cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movia más de una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo, el balance lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche. Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan, pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, hay una razán para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo. Estaban, efectivamente, esperando.-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro por Honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre las gaviotas. ¡Por supuesto, pensó, la Bandada de la Comida... esta mañana: vieron el Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo de ser líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza ante la mirada de tus semejantes!Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos. ¿Al Centro para deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están equivocados! ¡Están equivocados!-... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas...Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido para comer y vivir el mayor tiempo posible.Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se hizo oir:-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para descubrir; para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he encontrado...La Bandada parecía de piedra.-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Capitulo IV
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver. Aprendía más cada día.
Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a traves de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron juto a sus alas eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante centímetro de las suyas.Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical. Giraron con él, sonriendo.Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:-Muy bien. ¿Quiénes sois?-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a la vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y no podré levantar más este viejo cuerpo.-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha llegado la hora de que empiece otra.Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde tanto había aprendido.-Estoy listo -dijo al fin.Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
II Parte
Capitulo V
De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy respetuoso analizar el cielo justo en el momento en que uno está a punto de entrar en él.Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las dos resplandecientes gaviotas, vió que su propio cuerpo se hacía tan resplandeciente como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había cambiado.Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el doble de velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores dias en la Tierra!Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran lisas y perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando su máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez pensó que estaba volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente desilusionado. Había un límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal, era sin embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó, no debería haber limitaciones.De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el Norte, en el horizonte mismo, volaban unas cuantas mas. Nuevos horizontes, nuevos pensamientos, nuevas preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de pronto? Era de suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo de la lucha por la comida, y de haber sido un Exilado.La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que ni una dijera una palabra. Sólo sintió que se le daba la bienvenida y que esta era su casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no recordaba.Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante en el aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena. Las otras gaviotas aterrizaron tambien, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el viento, extendidas sus brillantes alas, y luego, sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse en el mismo instante en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado cansado para intentarlo. De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola palabra, se durmió.Durante los proximos días vió Juan que había aquí tanto que aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una diferencia. Aqui había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más importante de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más amaban hacer: volar. Eran pájaros magníficos, todos ellos, y pasaban hora tras hora cada día ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese lugar donde la Bandada vivía con los ojos bien cerrados al gozo de volar, empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero de cuando en cuando, sólo por un momento, lo recordaba.Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor mientras descansaba en la playa después de una sesión de toneles con ala plegada.-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar de graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo había...-... miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresamos com mucha lentitud. Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia donde íbamos, viviendo solo el momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea de que hay mas en la vida que comer, luchar. o alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas más hasta que empezamos a aprender que hay algo llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la vida es encontrar esa perfección y reflejarla. La misma norma se aplica ahora a nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos aprendido de éste. No aprendas nada, y el próximo será igual que éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que superar.Extendió sus alas y volvió su cara al viento.-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que pasar por mil vidas para llegar a esta.En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener la formación cuando giraban para volar en posición invertida, puesto que entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando la curvatura, y cambiándola en exacta armonía con la de su instructor.-Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de nuevo. -Y por fin-: Bien. -Y entonces empezaron a practicar los rizos exteriores.Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse más allá de este mundo.-Chiang... -dijo, un poco nervioso.La vieja gaviota le miró tiernamente.-¿Si, hijo mío?En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía volar más y mejor que cualquier gaviota de la Bandada, y había aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?El Mayor sonrió a la luz de la Luna.-Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea como el cielo?-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste en ser perfecto. -Se quedó callado un momento-. Eres muy rápido para volar, ¿verdad?-Me... me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que el Mayor se hubiese dado cuenta.-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección no tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es estar alli.Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.-Es bastante divertido -dijo.
Capitulo VI
Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-. Yo he ido donde y cuando he querido. -Miró hacia el mar-. Es extraño. Las gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas partes, y al instante.
Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...-¿Me puedes enseñar a volar asi? -Juan Gaviota temblaba ante la conquista de otro desafío.-Por supuesto, si es que quieres aprender.-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus ojos-. Dime qué hay que hacer.Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -dijo-, debes empezar por saber que ya has llegado...El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró moverse ni un milímetro del sitio donde se encontraba.-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe para volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el vuelo. Esto es exactamente lo mismo. Ahora intentalo otra vez...Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrado los ojos, concentrado, como un relámpago comprendió de pronto lo que Chiang habíale estado diciendo.-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se estremeció de alegría.-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos soles gemelos y amarillos giraban en lo alto.-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo mas de trabajo...Juan se quedó pasmado.-¿Dónde estamos?En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor ignoró la pregunta.-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella doble por sol.Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba pronunciado desde que dejara la Tierra:-¡RESULTO!-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control... Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas, miraron a Juan con reverencia en sus ojos dorados, porque le habían visto desaparecer de donde había estado plantado por tanto tiempo.Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.-Soy nuevo aqui. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender de vosotros.-Me pregunto se eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie cerca de él-. En diez mil años no he visto una gaviota con menos miedo de aprender que tú. -La Bandada se quedó en silencio, y Juan hizo un gesto de turbación.-Si quieres, podemos empezar a trabajar con el tiempo -dijo Chiang-, hasta que logres volar por el pasado y el futuro. Y entonces, estarás preparado para empezar lo más difícil, lo más colosal, lo más divertido de todo. Estarás preparado para subir y comprender el significado de la bondad y el amor.Pasó un mes, o algo que pareció un mes, y Juan aprendía con tremenda rapidez. Siempre había sido veloz para aprender lo que la experiencia normal tenía para enseñarle, y ahora, como alumno especial del Mayor en Persona, asimiló las nuevas ideas como si hubiera sido una supercomputadora de plumas.Pero al fin llegó el día en que Chiang desapareció. Había estado hablando calladamente con todos ellos, exhortándoles a que nunca dejaran de aprender y de practicar y de esforzarse por comprender más acerca del perfecto e invisible principio de toda vida. Entonces, mientras hablaba, sus plumas se hicieron más y más resplandecientes hasta que al fin brillaron de tal manera que ninguna gaviota pudo mirarle.-Juan -dijo, y estas fueron las últimas palabras que pronunció-, sigue trabajando en el amor.Cuando pudieron ver otra vez, Chiang había desaparecido.
Capitulo VII
Con el pasar de los días, Juan se sorprendió pensando una y otra vez en la Tierra de la que había venido. Si hubiese sabido allí una décima, una centésima parte de lo que ahora sabía, ¡cuanto más significado habría tenido entonces la vida! Quedose allí en la arena y empezó a preguntarse si habría una gaviota allá abajo que estuviese esforzándose por romper sus limitaciones, por entender el significado del vuelo más allá de una manera de trasladarse para conseguir algunas migajas caídas de un bote.
Quizás hasta hubiera un Exilado por haber dicho la verdad ante la Bandada. Y mientras más practicaba Juan sus lecciones de bondad, y mientras más trabajaba para conocer la naturaleza del amor, más deseaba volver a la Tierra. Porque, a pesar de su pasado solitario, Juan Gaviota había nacido para ser instructor, y su manera de demostrar el amor era compartir algo de la verdad que había visto, con alguna gaviota que estuviese pidiendo sólo una oportunidad de ver la verdad por sí misma.Rafael, adepto ahora a los vuelos a la velocidad del pensamiento y a ayudar a que los otros aprendieran, dudaba.-Juan, fuiste Exilado una vez. ¿Por qué piensas ahora que alguna gaviota de tu pasado va a escucharte ahora? Ya sabes el refran, y es verdad: Gaviota que ve lejos, vuela alto. Esas gaviotas de donde has venido se lo pasan en tierra, graznando y luchando entre ellas. Están a mil kilómetros del cielo. ¡Y tú dices que quieres mostrarles el cielo desde donde están paradas! ¡Juan, ni siquiera pueden ver los extremos de sus propias alas! Quédate aquí. Ayuda a las gaviotas novicias de aqui, que están bastante avanzadas como para comprender lo que tienes que decirles.Se quedó callado un momento, y luego dijo:-¿Qué habría pasado si Chiang hubiese vuelto a sus antiguos mundos? ¿Dónde estarías tú ahora?El último punto era el decisivo, y Rafael tenía razón. Gaviota que ve lejos, vuelta alto.Juan se quedó y trabajó con los novicios que iban llegando, todos muy listos y rápidos en sus deberes. Pero volvióle el viejo recuerdo, y no podía dejar de pensar en que a lo mejor había una o dos gaviotas allá en la Tierra que también podrían aprender. ¡Cuánto más habría sabido ahora si Chiang le hubiese ayudado cuando era un Exilado!-Rafa, tengo que volver -dijo por fin-. Tus alumnos van bien. Te podrán incluso ayudar con los nuevos.Rafael suspiró, pero prefirió no discutir. -Creo que te echaré de menos, Juan -fue todo lo que le dijo.-¡Rafa, qué vergüenza! -dijo Juan reprochándole-. ¡No seas necio! ¿Qué intentamos practicar todos los días? ¡Si nuestra amistad depende de cosas como el espacio y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio y el tiempo, habremos destruido nuestra propia hermandad! Pero supera el espacio, y nos quedará sólo un Aqui. Supera el tiempo, y nos quedará sólo un Ahora. Y entre el Aqui y el Ahora, ¿no crees que podremos volver a vernos un par de veces?Rafael Gaviota tuvo que soltar una carcajada.-Estás hecho un pájaro loco -dijo tiernamente-. Si hay alguien que pueda mostrarle a uno en la Tierra cómo ver a mil millas de distancia, ése será Juan Salvador Gaviota. -Quedóse mirando la arena-: Adiós, Juan, amigo mío.-Adiós, Rafa. Nos volveremos a ver. -Y con esto, Juan evocó en su pensamiento la imagen de las grandes bandadas de gaviotas en la orilla de otros tiempos, y supo, con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y plumas, sino una perfecta idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna. Pedro Pablo Gaviota era aún bastante joven, pero ya sabía que no había pájaro peor tratado por una Bandada, o con tanta injusticia.-Me da lo mismo lo que digan -pensó furioso, y su vista se nubló mientras volaba hacia los Lejanos Acantilados-. ¡Volar es tanto más importante que un simple aletear de aqui para alla! ¡Eso lo puede hacer hasta un... hasta un mosquito! ¡Sólo un pequeño viraje en tonel alrededor de la Gaviota Mayor, nada más que por diversión, y ya soy un Exilado! ¿Son ciegos acaso? ¿Es que no pueden ver? ¿Es que no pueden imaginar la gloria que alcanzarían si realmente aprendiéramos a volar?Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que es volar! No seré más que un puro Bandido, si eso es lo que quieren. Pero haré que se arrepientan...La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy suave, le asustó tanto que se equivocó y dio una voltereta en el aire.-No seas tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte, las otras gaviotas solamente se han hecho daño a sí mismas, y un día se darán cuenta de ello; y un día verán lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a comprender.A un centímetro del extremo de su ala derecha volaba la gaviota más resplandeciente de todo el mundo, planeando sin esfuerzo alguno, sin mover una pluma, a casi la máxima velocidad de Pedro.El caos reino por un momento dentro del joven pájaro.-¿Qué está pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto?Baja y tranquila continuó la voz dentro de su pensamiento, exigiendo una contestación:-Pedro Pablo Gaviota, ¿quieres volar?-¡SI, QUIERO VOLAR!-Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar que perdonarás a la Bandada, y aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás para ayudarles a comprender?No había manera de mentirle a este magnífico y hábil ser, por orgulloso o herido que Pedro Pablo Gaviota se sintiera.-Sí, quiero -dijo suavemente.-Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura resplandeciente, y la voz fue muy tierna-, empecemos con el Vuelo Horizontal...
III Parte
Capitulo VIII
Juan giraba lentamente sobre los Lejanos Acantilados; observaba. Este rudo y joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo casi perfecto. Era fuerte, y ligero, y rápido en el aire, pero mucho más importante, ¡tenía un devastador deseo de aprender a volar!
Aquí venia ahora, una forma borrosa y gris que salía de su picado con un rugido, pasando como un bólido a su instructor, a doscientos veinte kilómetros por hora. Abruptamente se metió en otra pirueta con un balance de dieciséis puntos, vertical y lento, contando los puntos en voz alta....ocho... nueve... diez... ves-Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad -del-aire... once... Quiero-paradas-perfectas-y-agudas-como-las-tuyas... doce...... pero-¡caramba!-no-puedo-llegar... trece... a-estos-últimos- puntos... sin... cator... ¡aaakk...!La torsión de la cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al fracasar. Se fue de espaldas, volteó, se cerró salvajemente en una barrena invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en que se hallaba su instructor.-¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado estúpido! Intento e intento, ¡pero nunca lo lograré!Juan Gaviota lo miró desde arriba y asintió.-Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese encabritamiento tan brusco. Pedro, ¡has perdido sesenta kilómetros por hora en la entrada! ¡Tienes que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?Bajó al nivel de la joven gaviota.-Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en ese encabritamiento. Es una entrada suave, fácil. Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices, todos Exilados, pero curiosos por esta nueva visión del vuelo por el puro gozo de volar.Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de altos rendimientos que a comprender la razón oculta de ello.-Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la playa -, y el vuelo de alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza. Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias...... y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de volar. Les gustaba practicar porque era rápido y excitante y les satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera Pedro Pablo Gaviota, había llegado a creer que el vuelo de las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las plumas.-Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en una forma que puedes ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas de tu cuerpo. -Pero dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable ficción, y ellos necesitaban más que nada dormir.
Capitulo IX
Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de volver a la Bandada.-¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos bienvenidos, ¿verdad?-Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la Bandada que un Exilado nunca retorne, y no se había violado la Ley ni una sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya volaba a un kilómetro mar adentro. Si seguían allí esperando, él encararía por si solo a la hostil Bandada.-Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una pelea, es allá donde se nos necesita.Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos en formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de las alas. Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco kilómetros por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala derecha, Enrique Calvino luchando valientemente a su izquierda. Entonces la formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro... de horizontal... a... invertido... a... horizontal, con el viento rugiendo sobre sus cuerpos.Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si la formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho pájaros ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces, como si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su crítica de vuelo.-Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al momento de juntaros...Un relámpago atravesó a la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han vuelto! ¡Y eso... eso no puede ser! Las predicciones de Pedro acerca de un combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.-Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes-, pero, oye, ¿dónde aprendieron a volar asi?Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un Exilado. Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan, quien no dio muestras de darse por aludido. Organizó sus sesiones de prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez, forzó a sus alumnos hasta el límite de sus habilidades.-¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el vuelo lento! Pruébalo primero y alardea después! ¡VUELA!Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso Gaviota, paralizado al verse el blanco de los disparos de su instructor, se sorpendió a sí mismo al convertirse en un mago del vuelo lento. En la más ligera brisa, llegó a curvar sus plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde la arena hasta las nubes y abajo otra vez.Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló sobre el Gran Viento de la Montana a ocho mil doscientos metros de altura y volvió, maravillado y feliz y azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al otro día.Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró superar su caida "en hoja muerta", de dieciséis puntos, y al día siguiente, con sus plumas refulgentes de soleada blancura, llegó a su culminación ejecutando un tonel triple que fue observado por más de un ojo furtivo.A toda hora Juan estaba allí junto a sus alumnos, enseñando, sugiriendo, presionando, guiando. Voló con ellos contra noche y nube y tormenta, por el puro gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonoba miserablemente en tierra.Terminado el vuelo, los alumnos descansaban en la playa y llegado el momento escuchaban de cerca a Juan. Tenía él ciertas ideas locas que no llegaban a entender, pero también las tenía buenas y comprensibles.Poco a poco, por la noche, se formó otro círculo alrededor de los alumnos; un círculo de curiosos que escuchaban allí, en la oscuridad, hora tras hora, sin deseo de ver ni de ser vistos, y que desaparecían antes del amanecer.
Capitulo X
Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada cruzó la línea y pidió que se le enseñara a volar. Al preguntar, Terrence Lowell Gaviota se convirtió en un pájaro condenado, marcado por el Exilio y octavo alumno de Juan.La próxima noche vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota, vacilante por la arena, arrastrando su ala izquierda hasta desplomarse a los pies de Juan.
-Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-. Más que nada en el mundo, quiero volar...-Ven entonces -dijo Juan-. Subamos, dejemos atras la tierra y empecemos.-No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.-Esteban Gaviota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu verdadero ser, aquí y ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir. Es la Ley de la Gran Gaviota, la Ley que Es.-¿Estás diciendo que puedo volar?-Digo que eres libre.Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el menor esfuerzo, y se alzó hacia la oscura noche. Su grito, al tope de sus fuerzas y desde doscientos metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño:-¡Puedo volar! ¡Escuchen! ¡PUEDO VOLAR!Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de alumnos, mirando con curiosidad a Esteban. No les importaba si eran o no vistos, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota vuele; que la libertad es la misma escencia de su ser; que todo aquello que le impida esa libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición o limitación en cualquier forma.-Eliminado -dijo una voz en la multitud-, ¿aunque sea Ley de la Bandada?-La única Ley verdadera es aquella que conduce a la libertad -dijo Juan-. No hay otra.-¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra voz-. Tú eres especial y dotado y divino, superior a cualquier pájaro.-¡Mirad a Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a Maria Antonio! ¿Son también ellos especiales y dotados y divinos? No más que vosotros, no más que yo. La única diferencia, realmente la única, es que ellos han empezado a comprender lo que de verdad son y han empezado a ponerlo en práctica.Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se habían dado cuenta de que era eso lo que habían estado haciendo.Día a día aumentaba la muchedumbre que venía a preguntar, a idolatrar, a despreciar. -Dicen en la Bandada que si no eres el Hijo de la misma Gran Gaviota -le contó Pedro a Juan, una mañana después de las prácticas de Velocidad Avanzada-, entonces lo que ocurre contigo es que estás mil años por delante de tu tiempo.Juan suspiró. Este es el precio de ser mal comprendido, pensó. Te llaman diablo o te llaman dios.-¿Qué piensas tú, Pedro? ¿Nos hemos anticipado a nuestro tiempo?Un largo silencio.-Bueno, esta manera de volar siempre ha estado al alcance de quien quisiera aprender a descubrirla; y esto nada tiene que ver con el tiempo. A lo mejor nos hemos anticipado a la moda; a la manera de volar de la mayoría de las gaviotas.-Eso ya es algo -dijo Juan, girando para planear invertidamente por un rato-. Eso es algo mejor que aquello de anticiparnos a nuestro tiempo. Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba explicando los principios del vuelo a alta velocidad a una clase de nuevos alumnos. Acababa de salir de su picado desde cuatro mil metros -una verdadera estela gris disparada a pocos centímetros de la playa-, cuando un pajarito en su primer vuelo planeó justamente en su camino, llamando a su madre. En una décima de segundo, y para evitar al joven, Pedro Pablo Gaviota giró violentamente a la izquierda, y a mas de trescientos kilómetros por hora fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y gigantesca puerta hacia otros mundos. Una avalancha de miedo y de espanto y de tinieblas se le echó encima junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un cielo extraño, extraño, olvidando, recordando, olvidando; temeroso y triste y arrepentido; terriblemente arrepentido.La voz le llegó como en aquel primer día en que había conocido a Juan Salvador Gaviota.-El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la superación de nuestras limitaciones en orden, y con paciencia. No intentamos cruzar a través de rocas hasta algo más tarde en el programa.-¡Juan!-También conocido como el Hijo de la Gran Gaviota -dijo su instructor, secamente.-¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he... no me había... muerto?-Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás viendo ahora, es obvio que no has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste hacer fue cambiar tu nivel de conciencia de manera algo brusca. Ahora te toca escoger. Puedes quedarte aquí y aprender en este nivel -que para que te enteres, es bastante más alto que el que dejaste-, o puedes volver y seguir trabajando con la Bandada. Los Mayores estaban deseando que ocurriera algún desastre y se han sorprendido de lo bien que les has complacido.-¡Por supuesto que quiero volver a la Bandada. Estoy apenas empezando con el nuevo grupo!-Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de que el cuerpo de uno no es más que el pensamiento puro...?
Capitulo XI
Pedro sacudió la cabeza, extendió sus alas, abrió sus ojos, y se halló al pie de la roca y en el centro de toda la Bandada allí reunida. De la multitud surgió un gran clamor de graznidos y chillidos cuando empezó a moverse.-¡Vive! ¡El que había muerto, vive!-¡Le tocó con un extremo del ala! ¡Lo resucitó! ¡El Hijo de la Gran Gaviota!-¡No! ¡El lo niega! ¡Es un diablo! ¡DIABLO! ¡Ha venido a aniquilar a la Bandada!Había cuatro mil gaviotas en la multitud, asustadas por lo que había sucedido, y el grito de ¡DIABLO! cruzó entre ellas como viento en una tempestad oceánica. Brillantes los ojos, aguzados los picos, avanzaron para destruir.-Pedro, ¿te parecer mejor si nos marchásemos? -preguntó Juan.-Bueno, yo no pondría inconvenientes si...Al instante se hallaron a un kilómetro de distancia, y los relampagueantes picos de la turba se cerraron en el vacío.-¿Por qué será -se preguntó Juan perplejo- que no hay nada más difícil en el mundo que convencer a un pájaro de que es libre, y de que lo puede probar por sí mismo si sólo se pasara un rato practicando? ¿Por qué será tan dificil?Pedro aún parpadeaba por el cambio de escenario.-¿Qué hiciste ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?-Dijiste que querías alejarte de la turba, ¿no?-¡Si! pero, ¿cómo has...?-Como todo, Pedro. Práctica. A la mañana siguiente, la Bandada había olvidado su demencia, pero no Pedro.-Juan, ¿te acuerdas de lo que dijiste hace mucho tiempo acerca de amar lo suficiente a la Bandada como para volver a ella y ayudarla a aprender?-Claro.-No comprendo cómo te las arreglas para amar a una turba de pájaros que acaba de intentar matarte.-Vamos, Pedro, ¡no es eso lo que tú amas! Por cierto que no se debe amar el odio y el mal. Tienes que practicar y llegar a ver a la verdadera gaviota, ver el bien que hay en cada una, y ayudarlas a que lo vean en sí mismas. Eso es lo que quiero decir por amar. Es divertido, cuando le aprendes el truco. Recuerdo, por ejemplo, a cierto orgulloso pájaro, un tal Pedro Pablo Gaviota. Exilado reciente, listo para luchar hasta la muerte contra la Bandada, empezaba ya a construirse su propio y amargo infierno en los Lejanos Acantilados. Sin embargo, aquí lo tenemos ahora, construyendo su propio cielo, y guiando a toda la Bandada en la misma dirección.Pedro se volvió hacia su instructor, y por un momento surgió miedo en sus ojos.-¿Yo guiando? ¿Qué quieres decir: yo guiando? Tú eres el instructor aqui. ¡Tú no puedes marcharte!-¿Ah, no? ¿No piensas que hay acaso otras Bandadas, otros Pedros, que necesitan más a un instructor que ésta, que ya va camino de la luz?-¿Yo? Juan, soy una simple gaviota, y tú eres...-...el único Hijo de la Gran Gaviota, ¿supongo? -Juan suspiró y miró hacia el mar-. Ya no me necesitas. Lo que necesitas es seguir encontrándote a tí mismo, un poco más cada día; a ese verdadero e ilimitado Pedro Gaviota. El es tu instructor. Tienes que comprenderle, y ponerlo en práctica.Un momento mas tarde el cuerpo de Juan trepidó en el aire, resplandeciente, y empezó a hacerse transparente.-No dejes que se corran rumores tontos sobre mí, o que me hagan un dios. ¿De acuerdo, Pedro? Soy gaviota. Y quizá me encante volar...-¡JUAN!-Pobre Pedro. No creas lo que tus ojos te dicen. Sólo muestran limitaciones. Mira con tu entendimiento, descubre lo que ya sabes, y hallarás la manera de volar.El resplandor se apagó. Y Juan Gaviota se desvaneció en el aire.
Capitulo XII
Después de un tiempo, Pedro Gaviota se obligó a remontar el espacio y se enfrentó con un nuevo grupo de estudiantes, ansiosos de empezar su primera lección.-Para comenzar -dijo pesadamente-, tenéis que comprender que una gaviota es una idea ilimitada de la libertad, una imagen de la Gran Gaviota, y todo vuestro cuerpo, de extremo a extremo del ala, no es más que vuestro propio pensamiento.Los jóvenes lo miraron con extrañeza. ¡Vaya, hombre!, pensaron, eso no suena a una norma para hacer un rizo...Pedro suspiró y empezó otra vez:-Hum... ah... muy bien -dijo, y les miró críticamente-. Empecemos con el vuelo horizontal. -Y al decirlo, comprendió de pronto que, en verdad, su amigo no había sido más divino que el mismo Pedro.¿No hay límites, Juan? pensó. Bueno, ¡llegará entonces el día en que me apareceré en tu playa, y te enseñaré un par de cosas acerca del vuelo!Y aunque intentó parecer adecuadamente severo ante sus alumnos, Pedro Gaviota les vio de pronto tal y como eran realmente, sólo por un momento, y más que gustarle, amó aquello que vio. ¿No hay límites, Juan?, pensó, y sonrió. Su carrera hacia el aprendizaje había empezado...