martes, 17 de noviembre de 2009

Proyecto ¡ Todos contra el grooming !

IDENTIFICACIÓN PROYECTO

Nombre del Proyecto: ¡Todos contra el grooming!

Establecimiento: Colegio Polivalente San Sebastián de Quilicura
Destinatarios: Alumnos de NB6 (Octavo Básico)

Duración del Proyecto (2 meses)

DESCRIPCIÓN DEL PROYECTO

El proyecto tiene como propósito que apoderados, alumnos y profesores se sensibilicen e informen sobre los riesgos que involucra el grooming. Para esto tanto alumnos como apoderados, apoyados por el docente y coordinador de informática, diseñarán una presentación PowerPoint diferenciada según los intereses y niveles. Luego esto será compartido con los alumnos durante las clases de orientación y con los padres en reunión de apoderados. A partir de esta información y las intervenciones de ambas partes se creará un blog institucional administrado por el coordinador de informática, docentes y representantes de apoderados y alumnos.

COMPETENCIAS TIC PADRES, APODERADOS Y COMUNIDAD
Apoderado:
• Maneja el computador a nivel usuario (Office)
• Extrae, organiza y guarda información en distintos formatos, obtenida de Internet en forma autónoma utilizando buscadores, metabuscadores y búsqueda avanzada.
• Participa en comunidades virtuales desarrollando intereses particulares.

Docente:
• Domina las competencias tecnológicas básicas y las aplica de manera eficiente y crítica en su desempeño profesional.
• Utiliza las TIC para gestionar de manera eficiente su trabajo como docente en la gestión de proyectos de innovación pedagógica…
• Profundiza y se compromete con su formación permanente, utilizando las TIC como herramienta de integración y participación profesional manteniendo un proceso de mejora continua en su práctica y consolidando un desarrollo de alto desempeño profesional.
• Transmite, promueve y practica el pensamiento crítico y reflexivo para aplicar los aspectos éticos, legales y valores institucionales cada vez que utiliza las TIC para integrarse y facilitar en sus alumnos la integración en la Sociedad del Conocimiento.

Alumno:
• Utiliza procesador de texto, plantillas de presentación, para escribir, editar y ordenar información, exportando información de un programa a otro y de algunos dispositivos periféricos.
• Crea presentaciones con incorporación de movimiento en plantillas power point.
• Vincula información en las presentaciones
• Utiliza corrector ortográfico
•  PROYECTO
Nombre del Proyecto

Coordinador:
• Coordina al equipo tic
• Entrega los computadores operativos
• Supervisar la construcción curricular que realicen los otros docentes de informática cuando la planeación general institucional del currículo de informática se hace colectivamente.
• Coordinar la participación de los docentes de informática en el laboratorio de integración.


OBJETIVO GENERAL
• Prevenir y crear conciencia en toda la comunidad sobre el grooming, utilizando distintas herramientas tecnológicas.

APRENDIZAJE ESPERADO
• Refuerzan habilidades que les permitan manejar situaciones de presión, ya sea de pares, como del entorno, relacionadas con la vivencia de la sexualidad en esta etapa.

CONTENIDOS MÍNIMOS
• Manejo asertivo ante situaciones de presión y persuasión.
• Proyecto de vida y situaciones de riesgo.

RECURSOS HUMANOS
Alumnos
Padres
Profesores
Coordinador de informática

RECURSOS MATERIALES

• Sala de informática
• Proyector
• Pizarra Digital para otorgarles interactividad a las presentaciones Power-Point

INSUMOS
• CD
• Windows 2000, XP, Windows Vista, Linux
• Procesador 500 MHz, 128 MB de RAM
• 400 MB de espacio libre en disco duro
• 128 Kbps de velocidad de red.
• Tarjeta gráfica: compatible con 3D. 16 MB de RAM de vídeo
• Resolución de pantalla 1024 x 768 en color de alta resolución de 16 bits.
• Conexión a Internet





ETAPAS O ACTIVIDADES
PUESTA EN MARCHA
1. Se trabaja en forma paralela con los padres en reunión y con los alumnos en orientación sobre lo que es el grooming.
2. Se realizarán las siguientes actividades:
• Forman grupos de trabajo.
• Conversan sobre el tema.
• Organizan horarios en utilizar laboratorios del establecimiento.
• Reúnen información acerca del grooming desde páginas sugeridas por el docente.
• Elaboran presentación acerca del grooming en power point.
• Comparten en próximas reuniones las presentaciones.
• Seleccionan por nivel aquellas presentaciones que serán publicadas en el blog.
• Eligen la persona que los representará a través de un concurso para administrar el blog junto a docentes y coordinador de informática.


DESARROLLO:
• Los grupos de trabajo buscan información en plataformas más conocidas (Google, wikipedia etc.)
• Analizan el tema y organizan su trabajo de preparación de power point alumnos, y blog apoderados.
• Basado en el trabajo organizado por grupos, comienzan las grabaciones del power y blog.
• Guardan en carpetas por categorías y respaldan en CD, pendrives, etc.
• Los apoderados y alumnos editan sus respectivos trabajos.
• En forma paralela, se eligen los alumnos con mejores competencias TIC y se les capacita para el manejo del blog, se les entrega clave de acceso, asumiendo la responsabilidad de su buen uso.
• En horas de orientación, asesorado por el docente los alumnos exponen el producto de su trabajo (power point).
• En las reuniones de apoderados y horas de orientación se entregan aportes para ser incluidos en el blog.
• Una vez terminado se invita a toda la comunidad participar en el blog.

EVALUACIÓN:
Escala de evaluación para ver visita del blog
• Cantidad de visitantes por semana
• Aportes realizados en el blog.

Encuestas realizadas a los apoderados que no participaron en la administración del blog, pero que participaron visitando este.

Enlaces:
http://es.wikipedia.org/wiki/Grooming.php
http://vtr.com/internetsegura/grooming.php
http://www.sename.cl/wsename/estructuras.php
http://www.paicabi.cl/noticias_12.htm
http://www.bcn.cl/carpeta_temas_profundidad/grooming-acoso-sexual-ninos
http://www.mujeresenconexion.org/?q=node/228

http://baudio.wordpress.com/2008/01/31/el-grooming-es-un-tema-de-contingencia en chile/
http://argijokin.blogcindario.com/2009/06/10511-chile-lanza-segunda-campana-anti-grooming.html

Integrantes:
Cristina Aros
Marta Muñoz
Bárbara Pérez
Ximena Terán

miércoles, 11 de noviembre de 2009

NUESTRO PROYECTO TIC

PROYECTO TIC

IDENTIFICACIÓN PROYECTO
“Conozcamos nuestro planeta con Google Earth “

ESTABLECIMIENTO
COlegio San Sebastián de Quilicura

NIVEL(ES) EDUCATIVO(S)
NB3

DURACIÓN DEL PROYECTO
1 mes

DESCRIPCIÓN DEL PROYECTO DEL PROYECTO
Google Earth instalado en nuestro computador nos permite navegar virtualmente por cualquier lugar del mundo y el universo. Incorpora fotos tomadas desde satélites de todos los rincones del planeta. Posee información de países, fronteras, ciudades, carreteras, calles, restaurantes, hoteles y todo lo que nos podamos imaginar.
A través de variadas actividades, los alumnos serán capaces de observar, analizar y registrar, con Google Earth, detalladamente relieve terrestre, lugares geográficos específicos y obtener diversa información geográfica basándose en datos y fotografías reales. Es una excelente ayuda para apoyar al docente en los contenidos referidos a geografía.

COMPETENCIAS TIC ALUMNOS(AS)
• Utiliza diversos programas como procesador de texto, planillas de cálculo y de plantillas de presentación, para escribir, editar y ordenar información.
• Recupera e integra (en documentos) información extraída de algunas fuentes off line y navegación en Internet con criterios de búsqueda definidos previamente.
• Intercambia información a través de herramientas de comunicación para la generación de documentos simples en forma colaborativa o colectivas.
• Identifica la fuente desde donde es extraída la información.

COMPETENCIAS TIC DOCENTE
• Domina las competencias tecnológicas básicas y las aplica de manera eficiente y crítica en su desempeño profesional.
• Diseña estrategias con el uso de las TIC en todas las fases del proceso de enseñanza aprendizaje, que sean pertinentes al contexto escolar, desarrollando su uso crítico y reflexivo. (Diseño y ejecución de Proyectos informáticos)
• Utiliza las TIC para gestionar de manera eficiente su trabajo como docente en la gestión de proyectos de innovación pedagógica…
• Profundiza y se compromete con su formación permanente, utilizando las
TIC como herramienta de integración y participación profesional manteniendo un proceso de mejora continua en su práctica y consolidando un desarrollo de alto desempeño profesional.
• Transmite, promueve y practica el pensamiento crítico y reflexivo para aplicar los aspectos éticos, legales y valores institucionales cada vez que utiliza las
TIC para integrarse y facilitar en sus alumnos la integración en la Sociedad del
Conocimiento. (Uso de versión gratuita de Google Earth).

OBJETIVO GENERAL

• Reconocer distintos tipos de mapas, interpretando su simbología y localizar puntos geográficos a partir del sistema convencional de coordenadas.
• Comprender las circunstancias que llevaron a las naciones europeas a descubrir nuestras tierras.

APRENDIZAJES ESPERADOS

• Trabajan colaborativamente y asumen compromisos de trabajo ante sus compañeros.
• Localizan a través de paralelos y meridianos puntos geográficos en el mapa, señalando las coordenadas específicas.
• Distinguen y confeccionan distintos tipos de mapas con simbología convencional.
• Entienden la funcionalidad de los mapas físicos y políticos.
• Identifican y usan diferentes fuentes de información.

CONTENIDOS MÍNIMOS
• Sistema de coordenadas geográficas
• Tipos de mapas
• Encuentro entre dos culturas
• Rutas de descubrimientos

RECURSOS HUMANOS
Docente de Estudio y Comprensión de la Sociedad
Coordinador de Informática
Alumnos y ayudantes para la primera etapa y para el focus group.

RECURSOS MATERIALES
PC - laboratorio
Idealmente Pizarra Digital para explorar software
Proyector para presentaciones finales
Software “Google Earth”
Paquete Integrado
Fotografías o impresiones a color traídas desde el hogar



OTROS (Requerimientos Técnicos para ejecutar Google Earth)
• Windows 2000, XP, Windows Vista, Linux
• Procesador 500 MHz, 128 MB de RAM
• 400 MB de espacio libre en disco duro
• 128 Kbps de velocidad de red
• Tarjeta gráfica: compatible con 3D. 16 MB de RAM de vídeo
• Resolución de pantalla 1024 x 768 en color de alta resolución de 16 bits
• Conexión a Internet

ETAPAS O ACTIVIDADES

PUESTA EN MARCHA
 Por tratarse de un recurso complejo, pero sin duda motivador para el desarrollo de contenidos referidos a Estudio y Comprensión de la Sociedad y específicamente sobre geografía, es que se ha considerado una etapa de puesta en marcha que contiene una serie de actividades que permitirán a los alumnos apropiarse adecuadamente de las funcionalidades y habilidades necesarias para llevar a cabo la tarea final propuesta.
 Observan video de motivación o introductorio que orienta sobre las potencialidades del software a utilizar para desarrollar las actividades propuestas en el Proyecto “Conozcamos nuestro planeta con Google Earth “
 Forman parejas y asisten a laboratorio, luego de la visualización del video en la sala de clases.
 Siguen las instrucciones y sugerencias del docente y coordinar.
 Digitan la siguiente URL: http://earth.google.com/intl/es/index.html
 Revisan y analizar las alternativas de descarga ofrecidas del software Google Earth.(Dimensión ética)
 Revisan el video explicativo del recurso y lo comentan mientras se realiza la
descarga: http://earth.google.com/intl/es/tour.html
 Instalan software, configuran de acuerdo a las indicaciones.
 Exploran las herramientas del recurso en forma libre.
 Con apoyo de un manual de uso básico del recurso, desarrollan algunas actividades de exploración para interiorizarse del uso del software:
 • Cambiar el ángulo de visualización de un territorio para poder observarlo en perspectiva.
 • Visualizar meridianos, paralelos y trópicos.
 • Conocer las coordenadas de cualquier punto de la Tierra con soloubicar el ratón sobre el sitio, etc.
 Resuelven, en parejas, una guía de trabajo con apoyo del software. En esta deberán realizar las siguientes actividades:
 • Completar listado de coordenadas de lugares específicos entregados en la guía.
 • Identifican cada uno de los lugares que corresponden a un listado de coordenadas propuestas.
 • Participan del sorteo de una región de Chile en la cual deberán llevar
a cabo su actividad.
 • Proponen una ruta de búsqueda donde deberán marcar e incorporar puntos de referencia para orientar la exploración de un lugar histórico y uno turístico de la región asignada para la actividad.
 • Envían por correo la imagen con la ruta o mapa propuesto.
 Una vez concluida la actividad anterior comentan el uso y funcionalidades de Google Earth, a través de un Focus Group (a lo menos 3 o 4 grupos en el curso). Se solicita la colaboración de apoderados o alumnos de niveles superiores para realizar el rol de moderador.
 Los moderadores sintetizan la información de cada grupo y la dan a conocer al curso.
 Antes de iniciar el desarrollo de la actividad medular del proyecto, se realiza una evaluación del uso de la herramienta y si se requiere reforzamiento de éste se deben realizar algunas actividades complementarias. Orientadas a suplir las falencias.

DESARROLLO
Los mapas son considerados una enorme fuente de conocimiento. Mapear una zona es un acto de dominio y tradicionalmente esa información estaba a cargo de la esfera militar o estatal. Poder mirar todos los mapas a la vez, acercarlos, alejarlos, incluir en ellos nuestras marcas es de alguna manera un cambio en los límites de acceso a la información, y el renovado asombro y placer que despierta esta herramienta en sus usuarios tiene que ver seguramente con esta conquista.
Bajo esta premisa los alumnos llevarán a cabo la siguiente actividad:
Webquest “Viajes al nuevo mundo”
Con esta actividad se espera que los alumnos conozcan los antecedentes, causas, objetivos y consecuencias de los viajes marítimos que se realizaron a América en os siglos XV y XVI, y que identifiquen las rutas y los lugares que se exploraron.
Para llevar a cabo la actividad deben dividirse en grupos de 3 o 4 personas; cada grupo debe investigar las razones históricas que hicieron posible el descubrimiento de América y cuáles fueron las características económicas, políticas y tecnológicas que permitieron y facilitaron la realización de viajes marítimos al nuevo mundo.
Además, deben investigar los antecedentes, causas, objetivos y consecuencias de un viaje realizado por en esa época por: Cristóbal Colón, Américo Vespucio, Hernando de Magallanes, o Vasco de Gama, entre otros, e identificar cuál fue la ruta de dicho viaje y los lugares de América que fueron explorados.
Para realizar este proyecto se recomiendan los siguientes recursos en Internet:
• Pontificia Universidad Católica de Chile
http://www.puc.cl/sw_educ/historia/iberoamerica/index.html
• Biblioteca Luis Ángel Arango
http://www.banrep.gov.co/blaavirtual/letra-b/biogcircu/colocris.htm
• Planeta Sedna
http://www.portalplanetasedna.com.ar/colon.htm






EVALUACIÓN
Se realizará evaluación de proceso con apoyo docente y coevaluación para ir
direccionando las actividades del proyecto.
Como producto de la actividad, cada grupo debe trazar en Google Earth la ruta del viaje investigado. A medida que trazan la ruta, deben identificar los nombres tanto antiguos como modernos de los territorios que se exploraron durante el viaje.

Algunos indicadores a considerar:

Trabajan colaborativamente .
• Localizan a través de paralelos y meridianos puntos geográficos en el mapa, señalando las coordenadas específicas.
• Distinguen distintos tipos de mapas con simbología convencional.
• Confeccionan distintos tipos de mapas con simbología convencional.
• Comprenden la funcionalidad de los mapas físicos y políticos.
• Identifican y usan diferentes fuentes de información.
* Usan diferentes fuentes de información.

domingo, 4 de octubre de 2009

1.- Videos experiencias curriculares: Comprendemos lo que leemos

Impacto en el establecimiento Esta experiencia educativa es muy factible de aplicar en todos los niveles. A pesar de la simpleza, su riqueza radica en que posibilita un trabajo articulado e integrado ,además nos aproxima a mejorar el aprendizaje de alumnos y alumnas en todos los sectores de estudio. Es una buena experiencia de acercamiento a las tics, ya que no requiere que los alumnos y docentes posean competencias elevadas






Apropiabilidad de la experiencia : Se podría aplicar en todos los subsectores de estudio a lo menos 1 vez al mes . El profesor del subsector selecciona un texto pertinente y las palabras desconocidas y aplica la estrategia sugerida.


Los requerimientos técnicos que se emplearán son : computadores con office operativo, proyector de multimedia y pizarra interativa , elementos con los cuales contamos y nos manejamos organizadamente.


Competencias requeridas por el coordinador, docente y alumnos


Se requiere que el coordinador no sólo maneje todas las herramientas de office e instalación de proyector multimedia y pizarra interactiva, si no que, además posea capacidad organizativa para distribuir los recursos tecnológicos mencionados.


Docentes: manejo de office especialmente de herramientas de power point a nivel usuario.


Alumnos: Manejo de Mouse .




2.- Recurso : Príncipe Feliz:




Impacto en el establecimiento Este recurso sería posible emplearlo en el subsector de Lenguaje y Comunicación en 2º, 3º y 4º básico




Apropiabilidad de la experiencia : Los alumnos acudirían a la sala de enlaces durante las clases de lenguaje a lo menos 4 horas pedagógicas correspondientes a la unidad relacionada con los textos literarios.




Requerimientos técnicos: software El Príncipe Feliz, un computador para cada alumno.


Competencias requeridas por:


Coordinador: conocer la instalación y los requerimientos y/o soportes técnicos del sofware.

Docente: Conocer con anticipación los objetivos del programa, la interactividad y todas las herramientas que ofrece.


Alumno : Manejo de Mouse y teclado











































TIC y educación (tecnologías de la información y la comunicación)

“Orientaciones y/o propuesta de trabajo con TIC para docentes”.(Actividad 2 Curso Liderazgo)

Nombre de la actividad
Me expreso y escribo con el Príncipe Feliz
Nivel Educativo
Nb2
Subsector
Lenguaje y Comunicación
Sugerencias de actividades
Los alumnos acuden al laboratorio de computación observan y describen imágenes presentes en el sofware El príncipe feliz desarrollando, de este modo, competencias de expresión oral. Luego escriben y comparten sus textos. Entre todos escogen los tres mejores, el profesor los imprime y expone en la sala de clases.
Finalmente , para fortalecer la relación parental , envía un comunicado vía escrita y correo electrónico a los padres .




Nombre de la actividad
Comprendemos lo que leemos
Nivel Educativo
Nb5
Subsector
Estudio y Comprensión de la Sociedad
Sugerencias de actividades
El profesor un texto relacionado con los cambios políticos y sociales durante la década del 60 y prepara una presentación power point.
Muestra la presentación a los alumnos, los cuáles leen y van subrayando los términos desconocidos como: huelga , protesta partido político , entre otros , los definen mediante lluvia de ideas y el apoyo de imágenes.
Luego ellos mismos pueden elaborar sus propias presentaciones para explicar los términos en estudios.

lunes, 20 de agosto de 2007

Cuentos de amor , locura y muerte.















El SOLITARIO

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera
tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba
negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen
callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los
veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa
al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún– carecía
completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero
trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una
lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista
tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba
también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya
–¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos y
puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las
tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce.
Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para ella– caía
más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja,
deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer
escucharlo.
–Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su
banco.

Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla.
¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus
veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se
detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
–¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
–No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato.
–¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la
última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía
luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
–Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
–Desde el martes –mirábala él con descolorida ternura–; mientras dormías,
de noche...
–¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía
el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la
alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
–¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su
mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a
decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a
la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la
falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajones
de nuevo.
–¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
–Sí, lo he visto.
–¿Dónde está? –se volvió él extrañado.
–¡Aquí!

Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor
puesto.
–Te queda muy bien –dijo Kassim al rato–. Guardémoslo.
María se rió.
–¡Oh, no! Es mío.
–¿Broma?...
–¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...!
Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
–Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
–¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la
cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba
sentada en el lecho.
–¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
–No mires así... Has sido imprudente, nada más.
–¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de
halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
admirable que hubiera pasado por sus manos.
–Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero
Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
–Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve o diez mil pesos.
–Un anillo... –murmuró María al fin.
–No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces
por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

–Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un trabajo
urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
–¡María, te pueden ver!
–¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada
a su mujer.
–Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
–No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le
temblaban hasta dar lástima.
Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de
nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.
–¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
–María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
–¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has
robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo!
¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a la
garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho,
alcanzando a cogerlo de un botín.
–¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim
miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
–Estás enferma, María. Después hablaremos...
Acuéstate.
–¡Mi brillante!
–Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
–¡Dámelo!
La crisis de nervios retornó.

Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo.
María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al
final de la cena su mujer lo miró de frente.
–Es mentira, Kassim –le dijo.
–¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
–¡Te juro que es mentira! –insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a
proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la
vista.
–Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea por
aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
–¡Dámelo!
–Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose. Pero su
mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el
brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al
dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura
helada de su pecho y su camisón.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y
con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de
piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y
perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados.
Los dedos se arquearon, y nada más.

La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante
desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin
perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.


LA MUERTE DE ISOLDA
Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese
día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la
sala, y detuve enseguida los ojos en un palco bajo.
Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su
mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera.
Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el
rostro –aun bien hermoso–, reside en la perfecta solidaridad de mirada, boca,
cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres,
sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no
entenderán nunca las mujeres.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque
cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no
recurre al arbitrio femenino de los anteojos.
Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas
se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando
por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente
apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo
minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.
Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido,
el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese
instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un
momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre
feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de
barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba
inequívoca voluntad.
–Se conocen –me dije– y no poco.

En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a
apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada
atrás y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se miraron
fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a
alma que los mantenía inmóviles.
Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de
concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había
retirado.
–Final de idilio –me dije melancólicamente.
El no volvió más, y el palco quedó vacío.
...
–Sí, se repiten –sacudió largo rato la cabeza–. Todas las situaciones
dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y se repiten. Es menester
vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán también, lo que no obsta
para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma
humana... Yo quiero tanto como usted a esa obra, y acaso más... No me refiero,
querrá creer, al drama de Tristán, y con él las treinta y seis situaciones del dogma,
fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una
pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra
cosa... Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones... Sí, ya sé que se
acuerda... No nos conocíamos con usted entonces... ¡Y... precisamente a usted
debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz...
¡Feliz!...
Óigame. El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo más...
Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones: Primero,
porque usted tiene un parecido pasmoso con lo que era yo entonces –en lo bueno
únicamente, por suerte–. Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es
perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a oír. Óigame:
La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su novio hice
cuanto estuvo en mí para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a

mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se
enfrió.
Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la
dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era
inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un
extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi persona era
interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren
necesario, y me lo dio a entender claramente.
Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga suya,
mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del téte–a–téte
a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt,
manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se exasperó.
Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés.
Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento
de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de
felicidad cada vez que me veía llegar.
La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría
cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una
esfera mucho más alta.
Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo.
Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
–¿Qué tienes? –me dijo.
–Nada –le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó
hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó
los ojos contraídos y entramos en la sala.
La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y
desapareció.
Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano
de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

–¡Es evidente!... –murmuró.
–¿Qué? –le pregunté fríamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se
demudó:
–¡Que ya no me quieres! –articuló en una desesperada y lenta oscilación de
cabeza.
–Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo –respondí.
No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la
mano con el cigarro, su voz se rompió:
–¡Esteban!
–¿Qué? –torné a repetir.
Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el sofá,
manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara
caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.
Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud –no veía en ella más que
injusticia– acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o
más bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violento
chasquido de lengua.
–Yo creía que no íbamos a tener más escenas –le dije paseándome.
No me respondió, y agregué:
–Pero que sea ésta la última.
Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento
después:
–Como quieras.
Pero enseguida cayó sollozando sobre el sofá:
–¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
–¡Nada! –le respondí–. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que
estamos en el mismo caso ¡Estoy harto de estas cosas!
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

–Como quieras.
Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el
vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder.
–Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera
infamia: y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
–¡Es claro! –apoyé brutalmente–. Porque de mí no has tenido queja ¿no? ...
¿no?
Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.
Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar
mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la
sala.
Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que
acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó
como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las
mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto
más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el
Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin:
ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego, la inmensa
sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya
primera sonrisa tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que
pueda inundar un corazón de hombre.
¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que
acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía más.
Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno haya
sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de
poseer a quien nos ama entrañablemente.
Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi echada sobre el
sofá, sollozando el alma entera entre sus brazos.
¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,
sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.
–¡Inés! –dije.
Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió,
en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor –¡esa vez,
sí, inmenso amor!
–No, no... –me respondió–. ¡Es demasiado tarde!
...
Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que
la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria
aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...
–Me creerá –reanudó Padilla– si le digo que en mis insomnios de soltero
descontento de sí mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos
Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho
años, y supe entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo.
Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.
No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el
encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después
amó cien veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo
lo hice, comprenderá toda la pureza que hay en mi recuerdo.
Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro...
Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado
en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de
mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la
desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos
diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada –única entre todas las mujeres–,
habían sido mías, bien mías, porque me había sido entregada con adoración.
También apreciará usted esto algún día.
Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de
concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de
Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería
olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también
sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto

su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis ojos, y durante ese tiempo ella
concentró en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacía diez años. ¡Y
Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad
yerta!
Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé
por el pasillo aproximándome a ella sin verla, sin que me viera, como si durante
diez años no hubiera yo sido un miserable...
Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la
mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como
diez años antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco,
sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez
años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no Inés mía!
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la
llamé:
–¡Inés!
Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me
respondió bajo sus brazos:
–No, no... ¡Es demasiado tarde!....


LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini–Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos
en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus
ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi
siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el
día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor
de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es
peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
la causa del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo;
había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.
–¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
–A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
–¡Sí!... ¡sí!... –asentía Mazzini.– Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que...?
–En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,
el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso
de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetian, y al día
siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y
toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
73
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre
el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo
obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el
largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba,
en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos,
echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto
había la insidia, la atmósfera se cargaba.
–Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba
las manos– que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
–Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte por el estado de
tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
–De nuestros hijos, ¿me parece?
–Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
–¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
74
–¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... –murmuró.
–¿Qué, no faltaba más?
– ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de un momento con
insultarla.
– ¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos.
–Como quieras; pero si quieres decir...
–¡Berta!
–¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como
algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor
grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no
quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el
primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a
humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito;
ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor
la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
75
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al
cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo
algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la
eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
–¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...
–Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
–¡No, no te creo tanto!
–Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
–¡Qué! ¿qué dijiste?...
–¡Nada!
–¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
–¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados.– ¡Al fin, víbora, has dicho lo
que querías!
–¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos
son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
–¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión

había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes
que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación Regó, tanto
más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno
se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a
los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación. Rojo... rojo...
–¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e
hija, más irritado era su humor más irritable era su humor con los monstruos.
–¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias,
sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a
casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol
había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando
los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie
del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón
de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el
pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse
cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron
miedo.
–¡Soltáme! ¡dejáme! –gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
–¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! –lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
–Mamá, ¡ay! Ma... –No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
–Me parece que te llama –le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó
en el patio:
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente
a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la
cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter
duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán,
mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses –se habían casado en abril–, vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
–La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura
del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol –producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluído, no
obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde
pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y
otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la
cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve
caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
–No sé– le dijo a Jordán en la puerta de calle–.Tiene una gran debilidad que
no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una
anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba
con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el
menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.
La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a
mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió
la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
–¡Jordán! ¡Jordán!–clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de
horror.
–¡Soy yo, Alicia, Soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas
la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.

En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y
siguieron al comedor.
–Pst... – se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera –. Es un
caso inexplicable... Poco hay que hacer...
–¡Sólo eso me faltaba!– resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de
sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama
con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama,
ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban
ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En
el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de
la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama,
sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre
la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le
erizaban.
–¿Qué hay? –murmuró con la voz ronca.
–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán corto funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horro con toda la boca abierta,
levándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo: pero desde que la
joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir
en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

LOS PESCADORES DE VIGAS
El motivo fue ciertos muebles de comedor que míster Hall no tenía aún, y su
fonógrafo le sirvió de anzuelo.
Candiyú lo vio en la oficina provisoria de la «Yerba Company», donde míster
Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.
Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose
con detener su caballo un poco al través ante el chorro de luz, y mirar a otra parte.
Pero como un inglés a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor y
con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier
mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y
conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral
apoyó el codo.
–Buenas noches, patrón. ¡Linda música!
–Sí, linda –repuso míster Hall.
–¡Linda! –repitió el otro– ¡Cuánto ruido!
–Sí, mucho ruido –asintió míster Hall, que hallaba sin duda oportunas las
observaciones de su visitante.
Candiyú proseguía entre tanto:
–¿Te costó mucho a usted, patrón?
–Costó... ¿Qué?
–Ese hablero... Los mozos que cantan.
La mirada turbia e inexpresiva de míster Hall se aclaró. El contador comercial
surgía.
–¡Oh, cuesta mucho...! ¿Usted quiere comprar?
–Si usted querés venderme... –contestó por decir algo Candiyú, convencido
de antemano de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía
mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de
marchas metálicas.
–Vendo barato a usted... ¡Cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista,
alternativamente:
–¡Mucha plata! No tengo.
–¿Usted qué tiene, entonces?
El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.
–¿Dónde usted vive? –prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a
desprenderse de su gramófono.
–En el puerto.
–¡Ah! Yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú?
–Me llama...
–¿Y usted pesca vigas?
–A veces; alguna viguita sin dueño...
–¡Vendo por vigas...! Tres vigas aserradas. Yo mando carreta. ¿Conviene?
Candiyú se reía.
–No tengo ahora. Y esa... maquinaria, ¿tiene mucha delicadeza?
–No; botón acá, y botón allá... Yo enseño. ¿Cuándo tiene madera?
–Alguna creciente... Ahora ha de venir una. ¿Y qué palo querés usted?
–Palo rosa. ¿Conviene?
–¡Hum...! No baja ese palo casi nunca... Mediante una creciente grande,
solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.
–Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?
El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el indígena esquivando la
vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño círculo de la precisión. En el
fondo, y descontados el calor y el whisky, el ciudadano inglés no hacía un mal
negocio, cambiando un perro gramófono por varias docenas de bellas tablas,
mientras el pescador de vigas, a su vez, entregaba algunos días de habitual
trabajo a cuenta de una maquinita prodigiosamente ruidera.
Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de plazo.
Candiyú vive todavía en la costa del Paraná, desde hace treinta años; y si su
hígado es aún capaz de eliminar cualquier cosa después del último ataque de la
fiebre en diciembre pasado, debe vivir aún unos meses más. Pasa ahora los días
sentado en su catre de varas, con el sombrero puesto. Sólo sus manos, lívidas
zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como
proyectadas en primer término de una fotografía, se mueven monótonamente sin
cesar, con temblor de loro implume.
Pero en aquel tiempo, Candiyú era otra cosa. Tenía En entonces por oficio
honorable el cuidado de un bananal ajeno, y, poco menos lícito, el de pescar
vigas. Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan vigas escapadas
de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada en formación, bien que un
peón bromista corte de un machetazo la soga que las retiene. Candiyú era
poseedor de un anteojo telescopado, y pasaba las mañanas apuntando al agua,
hasta que la línea blanquecina de una viga, destacándose en la punta de
Itacurubí, lo lanzaba en su canoa al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo,
la empresa no es extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado
o halando de una pieza de diez por cuarenta, vale cualquier remolcador.
...
Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto Felicidad, las lluvias
habían comenzado después de sesenta y cinco días de seca absoluta que no dejó
llanta en las alzaprimas. El haber realizable del obraje consistía en ese momento
en siete mil vigas –bastante más que una fortuna–. Pero como las dos toneladas
de una viga, mientras no estén en el puerto, no pesan dos escrúpulos en caja,
Castelhum y Cía. distaban muchísimas leguas de estar contentos.
De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el encargado
del obraje pidió mulas y alzaprimas para movilizar; le respondieron que con el
dinero de la primera jangada a recibir, le remitirían las mulas; y el encargado
contestó que con esas mulas anticipadas, les mandaría la primera jangada.
No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el obraje y vio el stock
de madera en el campamento, sobre la barranca del Ñacanguazú.
–¿Cuánto? –preguntó Castelhum a su encargado.
–Treinticinco mil pesos –repuso éste.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la estación
impropia.
Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa de goma y su caballo,
Castelhum consideró largo rato el arroyo arremolinado. Señalando luego el
torrente con un movimiento del capuchón:
–¿Las aguas llegarán a cubrir el salto? –preguntó a su compañero.
–Si llueve mucho, sí.
–Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.
–Bien –dijo Castelhum–. Creo que vamos a salir bien. Óigame, Fernández:
Esta misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience a arrimar todas las
vigas, aquí a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo. Mañana de mañana
bajo a Posadas, y desde entonces, con el primer temporal que venga, eche los
palos al arroyo. ¿Entiende? Una buena lluvia.
El mayordomo lo miró abriendo los ojos.
–La maroma va a ceder antes que lleguen mil vigas.
–Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos pesos. Volvamos y
hablaremos más largo.
Fernández se encogió de hombros, y silbó a los capataces.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma de agua, los peones
tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo la cadena de vigas, y el
tumbaje de palos comenzó en el campamento. Castelhum bajó a Posadas sobre
un agua de inundación que iba corriendo siete millas, y que al salir del Guayrá se
había alzado siete metros la noche anterior.
Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comenzó el diluvio, y durante
cincuenta y dos horas consecutivas el monte tronó de agua. El arroyo, venido a
torrente, pasó a rugiente avalancha de agua roja. Los peones, calados hasta los
huesos, con su flacura en relieve por la ropa pegada al cuerpo, despeñaban las
vigas por la barranca. Cada esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y
cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en
el agua, todos los peones lanzaban su ¡a... hijú! de triunfo.
Y luego, los esfuerzos malgastados en el barro líquido, la zafadura de las
palancas, las costaladas bajo la lluvia torrencial. Y la fiebre.
Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito silencio circunstante, se
oyó el tronar de la lluvia todavía sobre el bosque inmediato. Más sordo y más
hondo, el retumbo del Ñacanguazú. Algunas gotas, distanciadas y livianas, caían
aún del cielo exhausto. Pero el tiempo proseguía cargado, sin el más ligero soplo.
Se respiraba agua, y apenas los peones hubieron descansado un par de horas, la
lluvia recomenzó –la lluvia a plomo, maciza y blanca de las crecidas. El trabajo
urgía –los sueldos habían subido valientemente–, y mientras el temporal siguió,
los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua helada.
En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo a los primeros palos
que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchos más; hasta que al empuje
incontenible de las vigas que llegaban como catapultas contra la maroma, el cable
cedió.
...
Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente
actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día anterior –
llevándose, por lo demás, su chalana–, sería más allá de Posadas formidable
inundación. Las maderas habían comenzado a descender, cedros o poco menos,
y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo la
sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera tropa de
vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de lomo blanquecino, y
perfectamente seca.
Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al encuentro de la caza.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas
antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego, arrancados de
cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas muertas, en
compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha
plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un
raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción –sin contar, claro
está, las víboras.

Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las
necesarias hasta llegar a su presa. Al fin la tuvo; un machetazo puso al vivo la
veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con ella
oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles, pasaban sin cesar
arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó entonces la lucha
muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.
Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso suficientemente
grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú
unía a su gran aliento treinta años de piraterías en río bajo o alto, y deseaba,
además, ser dueño de un gramófono.
La noche que caía ya le deparó incidentes a su plena satisfacción. El río, a
flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A ambos lados
pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre ahogado tropezó con
la guabiroba; Candiyú se inclinó, y vio que tenía la garganta abierta. Luego
visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en las crecidas trepan por
las ruedas de los vapores hasta los camarotes.
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el agua, pero el remero
era arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo de abordaje, y
sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal, que rozaba los
canteles del Teyucuaré. Durante diez minutos el pescador de vigas, los tendones
del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer
nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga a remolque. La
guabiroba alcanzó por fin las piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú
quedaba la fuerza suficiente –y nada más– para sujetar la soga y desplomarse de
espaldas.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas, y
veinte segundos después entregaba a Candiyú el gramófono, incluso veinte
discos.

La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor que
lanzó contra las vigas –y esto por bastante más de treinta días– perdió muchas. Y
si alguna vez Castelhum llega a San Ignacio y visita a míster Hall, admirará
sinceramente los muebles del citado contador, hechos de palo rosa.

NUESTRO PRIMER CIGARRO
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí,
nuestra tía con su muerte.
Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche,
cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá:
–¡Qué extraño...! Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un
rato contestó:
–Es cierto... ¿No sientes nada?
–No... Sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación
en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de
exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie
hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas
tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa.
¡Esta vez nuestra tía –¡casualmente nuestra tía!– enferma de viruela! Yo, chico
feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con
un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el
gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer
chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad
con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos
atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos
hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de
mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus
hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en
furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía
mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos

blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto
de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su
tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones,
arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de
nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las higueras,
demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba
nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos
trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y que
desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin
embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos
esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto
tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se
enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética privó siempre en nuestras
empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia,
llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a la par que
científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el cañaveral.
Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano
enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas oblicuas, varas
atravesadas, varas dobladas hacia tierra.
Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el
aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi hermana en la
sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad,
gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa,
inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos
hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había
venido con Lucía de Buenos Aires.

Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido
sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de
carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
–Te aseguro –decía él a mamá, señalándonos con el mentón– que desearía
vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
–¡Déjalos! –respondía mamá, cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y
aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el
artefacto.
Este artefacto consistía en un pipa que yo había fabricado con un trozo de
caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de
un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y
firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro, y sentándonos entonces
con las rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los
ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa más
abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
–¿Rico? –me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
–Rico –le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté
a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta,
rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío.
–Es rico –dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó
heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel
infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho
alabarle la nauseabunda fogata.
–¡Psht! –dije bruscamente, prestando oído–. Me parece el gargantilla del otro
día... Debe de tener nido aquí...

María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos
escudriñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito,
pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi
invención, para retirarnos prudentemente del tabaco sin que nuestro orgullo
sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto
resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos levantado ya
la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos
quejamos a mamá.
–¡Bah!, no hagan caso –nos respondió mamá, sin oírnos casi–. Él es así.
–¡Es que nos va a pegar un día! –gimoteó María.
–Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? –añadió dirigiéndose
a mí.
–Nada, mamá... ¡Pero yo no quiero que me toque! –objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
–¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este
hijo, ya verás!
–Se quejan de que quieres pegarles.
–¿Yo? –exclamó el padrastrillo midiéndome–. No lo he pensado aún. Pero en
cuanto me faltes al respeto...
–Y harás bien –asintió mamá.
–¡Yo no quiero que me toque! –repetí enfurruñado y rojo–. ¡El no es papá!
–Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme tranquila! –
concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
–¡Nadie me va a pegar a mí’ –asenté.
–¡No... Ni a mí tampoco! –apoyó ella, por la cuenta que le iba.
–¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con
furibunda risa y marcha triunfal:

–¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su
mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro
Pateador, pero ya epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que
rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso
tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara
excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en
su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta
de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento
para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto,
encontrando a mamá en el comedor.
–¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a
acordar de mí!
–¡Alfonso!
–¿Qué? ¡No faltaba más que tú también...! ¡Si no sabes educar a tus hijos,
yo lo voy a hacer!
Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi
hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la
segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me
vio entonces y se lanzó sobre mí.
–¡Yo no hice nada! –grité.
–¡Espérate! –rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
–¡Alfonso, déjalo!
–¡Después te lo dejaré!
–¡Yo no quiero que me toque!
–¡Vamos, Alfonso! Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y
sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de
alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta
abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los
naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su
piedra, surgió terriblemente nítida.
–¡No quiero que me toque! –grité aún.
–¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
–¡Me voy a tirar al pozo! –aullé para que mamá me oyera.
–¡Yo soy el que te va a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un
empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado,
hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el
fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos
dilatados, y se aproximó al pozo.
Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces
pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus alrededores,
comenzó a buscarme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso
cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres,
conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona
cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable
olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de
mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en
consecuencia.
Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando
entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
111
claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para
evitar que él me pegara?
Pasaron diez minutos.
–¡Alfonso! –sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
–¿Mercedes? –respondió aquél tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
–¿Y Eduardo? ¿Dónde está? –agregó avanzando.
–¡Aquí, conmigo! –contestó riendo–. Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él
pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.
–¿No le pegaste, no? –insistió aún mamá.
–No. ¡Si fue una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el
padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio, y
Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh!
ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
–¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme con
vida aún...? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe...
Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes...
–¡Pobre, pobre madre! –repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal,
no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor,
sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar
allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de
venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia
con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una
catástrofe.
–¡Eduardo, mi hijo! –clamó arrancándose de las manos de su hermana que
pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
–¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
–¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo.
Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su
hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un
espantoso alarido.
–¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo
has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo
la desesperación de mamá, puesto que yo –motivo de aquella– estaba en verdad
vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera
de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener
cuando me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
–¡Hum...! ¡Pegarme! –rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome
entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa
bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi seriedad a
agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar
infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y
sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo,
la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la
boquilla.
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral
se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o
tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes,
mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente
las últimas bocanadas de humo.
...

Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo
horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por
lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
–¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor
que me has causado!
–¡Pero, vamos! –decíale mi tía mayor–. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya ves
que no tiene nada!
–¡Ah! –repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso
suspiro–. ¡Sí, ya pasó...! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho
nada? ¡Ese pozo, Dios mío...!
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento,
tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor calma la solución
verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de
tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada y
profundamente.
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
–¿Qué merecerías que te hiciera? –me dijo con sibilante rencor–. ¡Lo que es
mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago
continuaba todavía adherido a la garganta.
Sin embargo, le respondí:
–¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan
acaso desesperado valor?
Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme
fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco
caída.
–Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio –murmuró.
–Creo lo mismo –le respondí.
Y me dormí.


LA INSOLACIÓN
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos,
la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus
alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del
pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por
tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en
abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo
plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la
certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de
aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues
aun no había moscas.
Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
–La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
distraído. Después de un rato dijo:
–En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando
por costumbre las cosas.
Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte
había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo
sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El
día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió
extensamente el dedo enfermo.
–No podía caminar –exclamó, en conclusión.
–Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
–Hay muchos piques.
CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
44
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo
rato:
–Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al
aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol
oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a
poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno
preferido; Prince, cuyo labio superior partido por un coatí, dejaba ver los dientes; e
Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox–terriers, tendidos y beatos de
bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
rancho de dos pisos –el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y
baranda de chalet–, habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera.
Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho
y miró e1 sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su
solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen
el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de
nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la
sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con
catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en
un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones
fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa
mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego,
pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos
del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones
los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un
algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el
aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de
horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el
flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban
a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo,
pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.
Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones
sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el
rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
–Es el patrón –dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
–No, no es él –replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los
ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo,
fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
–No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
–¿Es el patrón muerto? –preguntó ansiosamente.
Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en
actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
–Al oír ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se
doblaron de nuevo.
Los fox–terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se
adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de
sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
–¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo? –preguntó.
–Porque no era él –le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,
estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y
alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la
noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto
míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche oyeron sus pasos,
luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros,
entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa
dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos
y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de
Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo
podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz
de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos –bien alimentados y
acariciados por el dueño que iban a perder–, continuaban llorando a lo alto su
doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las
unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin
embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas
no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con
ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había
notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,
recomendándole cuidara del caballo, un buen animal pero asoleado. Alzó la
cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que galopara ni un momento.
Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un
segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba
brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio
deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que
adormecía los ojos parpadeantes de los fox–terriers.
–No ha aparecido más –dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación,
el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose
con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
–No vino más –agregó Isondú.
–Había una lagartija bajo el raigón –recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio
incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la
vista, y saltó de golpe.
–¡Viene otra vez! –gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los
perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte que se
acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre
el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en
dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó: no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la
carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su
orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida
su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló
agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía
de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus
jesuíticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se
había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en
consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster
Jones que le gritaba, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba
cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y
salió él mismo en busca del utensilio.
Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal
humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer
algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño
contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo
más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego,
evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó
al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha
crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego.
Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques
macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora.
Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y
polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres
vahos de nitratos.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto
bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin
cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo
descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire
faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite
de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas.
Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia
arriba. Se marcaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de
una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado
media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en nuevo
vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A
veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban
precipitando su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol. Al fin, como la
casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de
la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El
cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón y confrontó.
–¡La Muerte, la Muerte! –aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que míster
Jones atravesaba el alambrado y, por un instante creyeron que se iba a equivocar;
pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y
marchó adelante.
– ¡Qué no camine ligero el patrón! –exclamó Prince.
–¡Va a tropezar con él! –aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia
errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros
comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba
caminando a igual paso, como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro
llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un
segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y
se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue inútil
toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá
desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo,
volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en
adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar
espigas de maíz en las chacras ajenas.